La caída


Estábamos en una terraza angosta como un pasillo de paredes altas. Había otras personas. Al parecer, tenían un problema, algo de la casa que se había roto, y te ofrecías para repararlo. Siempre generoso. Yo me preguntaba si ya te había presentado a Celina, que estaba allí. Te veía entretenido averiguando el origen del desperfecto con los anfitriones.

Entonces, en esa terraza adornada con farolitos de colores, me quedaba mirando los techos de las otras casas. Parecía una postal de un pueblito italiano con una luz que tocaba como un rey Midas todas las paredes blancas.

De pronto, un golpe. Un estruendo. Un ruido de esos que hacen que todos se miren porque algo no anda bien.

Te busqué entre la gente, pero no estabas. ¿Adónde te había llevado esa casa rota? Grité tu nombre, pero todos miraban para otro lado. Estaban quietos, detenidos, como en un cuadro de Hopper. Todos miraban para abajo, asomados a la pared de la terraza, que era mucho más baja de lo que me había parecido inicialmente.

Me asomé y solo había oscuridad. Al fondo, había, sí, una figura más oscura y quieta. Podría haber sido cualquier cosa, una sombra nada más, un juego de la imaginación. Pero vos no estabas y además ese golpe.

—Se cayó —dijo alguien con una espantosa serenidad.

Miraba para abajo con la misma desesperación que al cartel de letras y números que tiene el oftalmólogo. Tal vez si guiñaba los ojos, tal vez si los abría más… No había manera. La única forma era bajar y no se podía. El hueco donde decían que habías caído era eso: un hueco. No se accedía a él de ninguna forma. No había ventanas, ni puertas, ni escaleras para llegar allí.

El dolor oscurecía todo y me daba vértigo cada vez que te buscaba en ese abismo. Nadie reaccionaba y el silencio se clavaba en los oídos. No había música ni palabras y la noche estaba cerca.

Había una manera de saber qué te había pasado. Por impulso, salté al hueco con la agilidad de una actriz de películas de acción. Sentí la resistencia del aire y, después, un intenso vacío en el estómago.

Ahora la oscuridad se ha aclarado como esos bosques apretados que se abren de golpe a un campo abierto. De lejos, reconozco la terraza, las diminutas cabezas de las personas asomadas a la terraza, las tiras de farolitos de colores, el abismo del que no te puedo rescatar.

Desde entonces grito en mi caída.

Dejá un comentario

Web construida con WordPress.com.

Subir ↑